Ricardo escribe:
Alejandra ya se había realizado la prueba de las líneas rojas ese viernes y la cual resultó negativa. “Era un bolsa de nervios Ricardo, necesitaba estar tranquila” me dijo por el teléfono. Hubo una tranquilidad temporal aquella tarde, pensábamos que ya llegaría, que solamente era cuestión de esperar. El sábado y el domingo me dediqué a buscar todo tipo de información en internet. Encontré una gran variedad de páginas en donde “especialistas” explicaban con palabras raras las muchas causas de una irregularidad. Paseé también por algunos foros, en donde mujeres de cuatro, de sietes y de ocho meses contaban su experiencia desde que supieron que compartían su cuerpo con otro ser. Yo pensaba en todas las causas, menos en la que tenía que ver con fecundación.
La semana se pasó rápido. Cada día estaba a la expectativa de un correo de Alejandra en donde me anunciara que todo se había ordenado, sin embargo, terminada la semana no había rastro de regularidad y los nervios aparecieron otra vez y también las preguntas: ¿cuándo fue la última vez? ¿y si estás? ¿has mirado bien tu calendario?. Tendríamos que optar por una prueba más precisa, más exacta, una prueba que disipe toda intranquilidad. El viernes siguiente luego de la primera prueba fue el día más lento de la semana. Todo a mí alrededor era increíblemente redondo o infantil. Mujeres embarazadas, como nunca, pasando por mi costado, señoras y sus cochecitos, bebes sonriendo en los brazos de sus madres en la cola del supermercado. Sentía una conspiración a mis nervios o, quizá, un preámbulo de lo que vendría.

“Optemos por el sanguíneo, ya han pasado más de dos semanas Ricardo”. Acepté. Alejandra salió temprano de su oficina y fue a una clínica cercana. La sangre nunca se equivoca, dicen. Yo la alcanzaría luego. En el taxi hacia la clínica pensaba en Alejandra, en todo el tiempo a su lado, y las preguntas otra vez hacían ‘toc, toc’ en mi cabeza, y veía como una película de las cosas más sorpresivas de mi vida pasaban delante de mí en blanco y negro. Me tomaba las manos y me apretaba los dedos, movía los pies como queriendo zafarme del zapato. Mi mirada se quedó por un momento estática mirando el atardecer candente a las 6:30 p.m. Pensé en mi madre y en mis hermanas, en sus padres. ¿Cómo reaccionarían?
Cuando llegué a la clínica ya no habían muchos pacientes, eran las 7:10 p.m. Era una noche fresca de un marzo veraniego en Lima. Una señorita de blanco me guía hacia una sala en donde hay una mujer leyendo una revista y al lado está Alejandra. Lleva un vestido amarillo con medianos puntos negros, una correa oscura en la cadera y sandalias. Tiene apoyada la cartera en sus piernas y la rodea con sus brazos. Me siento a su lado y tomo sus manos. ¿Cuánto falta? Son casi las 7:30 p.m. Hace media hora le extrajeron y faltan diez minutos para que un sobre llegue a nuestras manos con los resultados. Tiemblo. Ella lo sabe.
Aprieta mis manos cada vez que una señorita de la clínica sale de alguna sala. Evitamos las preguntas que nos han estado siguiendo estos días. Solamente queremos tener ese sobre en nuestras manos e irnos a casa. Una señora sale de una sala, Alejandra la reconoce, la señora le entrega un sobre blanco que trasluce una hoja doblada en su interior. Alejandra lo toma y lo pone en mis manos. Nos miramos y siento que alguien nos ha puesto en slow. Nos miramos durante casi cinco minutos y siento que son los minutos más largos de mi vida. El corazón se acelera y la respiración es más lenta.

Positivo.
Una lágrima se desparrama entre los labios de Alejandra mientras sonríe.