Paola Castillo (29 años)

Cuando decidí dejar de verlo, la imagen del hombre de mi vida desapareció con él. El humano sonriente, cuerdo, juicioso, se rompió con el pasar de las semanas. Era difícil pensar que el tipo que dormía a mi lado se perdía en un remolino destructivo mientras yo solo podía hacer una cosa: huir.

Al principio siempre negué que tuviera una adicción. Nunca lo había visto consumiendo alguna droga, ni siquiera fumando hierba. Cuando estás enamorada a veces lo evidente se vuelve invisible. Empecé a leer más sobre el tema cuando iniciaron cuadros que eran nuevos para mí. Sus ojos airados, la sudoración excesiva, los escalofríos, el baile esquizofrénico de las manos. "Quédate quieto carajo", explotaba en su auto.

Un día cenando con mi madre entró una llamada, le anunciaban que el hombre de su vida había fallecido. Fue cáncer. Tomó un avión a las tres horas y viajó a despedirse, según él era lo mínimo que podía hacer. No pude acompañarlo por urgencias en el trabajo. Fue por tres días y a los nueve seguía allá, en WhatsApp repetía que todo iba a pasar, que "la muerte es así."

La última llamada fue una avalancha de autoculpa y reproches. Que si hubiera dado más dinero, si lo hubieran cuidado mejor o si lo hubiesen traído a Lima, no se detenía. El llanto ahogado y los sonidos nasales acompañaron la hora y media de comunicación. Acordamos vernos en Lima. Tardó cinco días más en llegar. Días es lo que no supe de él y asumí guardaba luto. Que quería su espacio.

Don Carlo fue velado con bombos y platillos. El abogado del pueblo, como lo llamaban, había librado a muchos de purgar una condena. La fórmula era un secreto a voces. Hubo mucha gente, según las fotos que recibí. Mi novio se mantuvo alejado de ese mundo. Dedicado a la gestión pública no quiso saber más de lo que hacía su padre y alargó su estadía en la capital al terminar su carrera. Lo visitaba regularmente o él viajaba para allá en los feriados o vacaciones.

En el velorio muchos amigos de su infancia asomaron, con penas y también viejas costumbres. A los 23 años dejó de consumirla, un año antes de acabar la carrera. Después la había visto pasar frente a él y su postura siempre fue firme: "No, gracias, estoy bien." Pero esa noche se apuntó un arma a la cabeza. Jaló el gatillo. Lo hizo una noche. Dos noches. Una semana. Renunció a su vida estable y tranquila. La tiró al tacho.

No volvió, nunca volvió. El novio que regresó era otro. Uno al cual empecé a temer con el pasar de los días y las semanas. El tono de su voz, su semblante, sus ganas de comerse al mundo, todo cambió. En algún momento pensé que iba a reaccionar, que iba a sacudirse de todo e iba actuar como el tipo centrado que conocí. Estiré mi mano muchas veces, pero no estaba para algo así. Decidí salvarme. Antes de su cumpleaños 31 y 3 años de relación, me fui.

Conseguí un trabajo en provincia y desaparecí del mapa. Luego de sus incontables llamadas también decidí cambiar de número. Dos meses después no habían rastros. Tenía curiosidad por saber qué había sido de él pero no volví atrás. Pasó a ser un completo desconocido.

Hace poco vine a Lima a visitar a mis padres y una noche luego de una cena con amigas, mi taxi pasó por su departamento, pensé que vería luces prendidas o personas en el balcón. No había nadie, solo un enorme cartel de "Se vende" en el frontis.