La tecnología sigue transformando la manera en que nos comunicamos. Muchas cosas han cambiado desde el día que mi padre puso Internet en casa hasta el día de hoy. Realmente muchas. Diferentes espacios en la red (como los blogs o los foros) desaparecen con la incursión de otras plataformas de interacción. Algunos se convirtieron en otros formatos y se consumen de manera diferente. Todo es posible en estos tiempos. Lo que sí es un hecho es que consumimos más contenidos desde la palma de nuestras manos.

Lo ideal es adaptarse a los cambios, a las mejoras, a las transformaciones. Estar abiertos a oír nuevas posturas o discursos. No dejar de aprender, de informarse, de leer. Lo que sirve hoy en dos meses será obsoleto, algo nuevo lo reemplazó. El ritmo en que va la vida en estos tiempos es asombroso. Más que un reto, un compromiso, con nuestros espacios de catarsis, de liberación o de purga, de que no se empolven y pasen al olvido. 

"El camino es lo de menos, lo importante es llegar."
Un día hice un poema sobre balcones
solo porque a ti te gustan,
también escribí un relato
de una mujer en Italia
solo porque querías conocer Venecia.

Un día empecé a escribir para ti
y terminé con dos poemarios,
una novela corta y suficiente vodka
en la sangre como para resucitar
a Amy y volverla a matar.
Lo peor es mentirse
estafarse sin piedad
vociferar que la página
ya está volteada
cuando no es verdad.

Todo está bien
me repito,
y cuando más lo digo
más te escribo.
De los poemas
que declamabas
con aires de Gabriela Mistral
solo han quedado una mancha,
como las marcas de tiza en una pizarra
que acaba de ser limpiada.

Poco a poco
nuevos trazos van
tomando formas,
nadie los dibuja,
es mi mano
y un nuevo arte.

Eras el poema
más triste que había escrito
hasta que te borré.
Juan “Kerosene” Caro bebe lo último de una botella de pisco que tiene en frente y empieza a balbucear una historia: “Recuerdo que la noche del 18 de junio de 1986 viajaba en la 11, ahora ya extinta, repleta de gente que salía media espantada, como yo, de un Centro repleto de policías en una Lima llena de pobres rumores. No sé de donde comencé a escuchar a ese tipo, apenas visible entre la gente, que arrancó a declamar a Vallejo, a Heraud, y a mí se me activaron las luces de emergencia porque la noche no era propicia, y así fue, poco antes de recoger algunos intis de la gente, cuando se disponía a bajar, de la nada apareció un tipo que lo cogió del cuello, lo empujó y lo hizo saltar del bus a la vereda. Apareció un patrullero, lo montaron, y se lo tragó la noche aquella, de muertos y ecos de bombas en el Callao. Nadie dijo nada, ni hubo poesía que lo rescatara ni poeta que lo recuerde.
A veces, esto de soltarte
se torna complicado
y las salidas
los amigos
los consejos de los amigos
no sirven de nada.

Resuenas como anuncio
de candidato antes de elecciones,
no te vas, te repites,
retumbas en mis hemisferios,
me acentúas las resacas
y me acompañas en el insomnio.

A veces, esto de voltear la página
de recordar
de olvidar
de escribir
de no escribir.

Es realmente complicado.

"Hay que irse un rato a la mierda, luego volver y sentarse a comer un chaufa."

Este año oí a Lola decir que el viajar no es para huir de los problemas, que de esa manera llevas más carga en tus maletas aparte de las zapatillas y la ropa de baño. Antes de llegar a nuestro destino me dice al oído: "Aviéntalo todo desde aquí". Miro por la ventana del avión, abajo nos espera el desierto norteño, listo para incinerar nuestros pecados. Hemos venido a estrellarnos contra las olas. Dejar en la corriente del océano nuestro mal karma y seguir adelante.

Llegamos a nuestro hospedaje a las 2 p.m. de un martes y a pesar que las nubes ocultan el sol por minutos decidimos zambullirnos un rato. El mar está al frente, a unos pasos, menudo privilegio para nosotros. Una playa sin gente, solo con perros guardianes saltando en la orilla. Nos quedamos una hora. En Lima hay un invierno jodido y somos seres de arena y cerveza helada. Esto es un desquite.

L trabaja en una aerolínea y consiguió boletos para ambos a un buen precio, le sacamos el jugo, hasta los impuestos. "¡Lola, ya es medianoche, tu cumple'!" Su celular empieza a vibrar durante unos minutos. No quiere responder. Finalmente termina apagándolo. Nos quedamos recostados en la hamaca mirando la fogata apagarse poco a poco. Le pregunto qué quiere hacer hoy, en su día. Me responde que quiere estar en la piscina hasta el mediodía, almorzar mariscos y luego ir a la playa.

- Lola, te tengo un regalo.
- Quedamos en que nada de regalos.
- Pero quiero hacerte uno, no es la gran cosa.
- ¿Qué es?

Le entrego una pequeña libreta. Tamaño bolsillo. Está envuelta en papel de tienda, algo informal. A Lola le gusta ese tipo de cosas. Un día me regaló una corbata envuelta en papel periódico. No era tacaña, odiaba las formalidades o parecer cursi. "No creo en el romance", repetía. Hace tiempo tenía una. En un viaje a España la olvidó en el baño de su avión y no quiso volver a comprarse otra. En la extraviada libreta había escrito muchas cosas íntimas que temía fueran leídas por personas imprudentes. "Espero la hayan botado en un tacho de Madrid".

- No sé si quiera o pueda volver a escribir.
- No es para que escribas es para que dibujes.
- Caramba, ¿cómo sabes que me gusta dibujar?
- Tu departamento de Chorrillos te delató.

A L no le gustaba dibujar, le apasionaba, era una niña de jardín cuando se ponía a pintar. Antes de que empiece a trabajar en la aerolínea su departamento estaba lleno de sus dibujos en las paredes. Seres amorfos, perros con cabeza de caballo, girasoles con tronco de jirafa. Lo que le cantaba la imaginación, lo dibujaba y coloreaba. "Antes de tu próximo vuelo dibuja algo, cualquier cosa, algo random".

Lola cumple 31. Son las 4:00 a.m. y adormecida por el pisco se desparrama en la arena. Suelta la copa que tiene en las manos, toma la libreta y dibuja una niña de espaldas, la hunde en la playa y pareciera que la pequeña corre hacia el mar. "Así quisiera estar siempre D, de espaldas al mundo, corriendo hacia las olas, sin subirme nunca más a un avión". La abrazo y nos quedamos viendo el amanecer. "¿Esto no es cursi Lola?". Se ríe, me da un beso y suspira: "¿Vas a dejar de joderme en mi cumple' o qué?".
2:58 a.m.
Ando dándole vueltas a un texto imposible. En donde hay una casa, un jardín, existen cuartos grandes en los cuales niños juegan y patalean. Pintan las paredes y revolotean un mandil lleno de girasoles. La trama no cierra. El final no me gusta. Apago y prendo la laptop. Doy vueltas en mi habitación. Me quedo mirando la pantalla. Lloro. Me frustro. Pataleo. Me sofoco. Borro todo. Escribo otra vez. Elimino. No guardo nada.

4:15 a.m.
Estoy escribiendo un texto imposible.
Este poema estaba en un cuadro en la casa de Alicia acompañado de dibujos a lápiz por cada estrofa. Le pedí que me lo transcribiera porque me había gustado mucho y quería leerlo más adelante. Busqué el autor por todos lados pero no pude hallarlo. Hace algunas noches deshaciéndome de archivos antiguos lo encontré y me ha vuelto a gustar tanto que he decidido compartirlo aquí.

Estoy buscando mi pedazo desde hace mucho tiempo

Intenté decorado
Intenté simple
Canté y bailé
A veces lloro
Normalmente río

Un día soy payaso
Un día soy cocinero

Hago sombra
Hago sol

Escribí muchas cartas sin enviar
Llamé por teléfono sin hablar
Viajé solo para verte

Esperándote
En el sol del verano
En la cafetería más moderna
En la punta de un nevado
En la cama
En mis sueños
Mientras... esperándote
Leo un libro
Hago ejercicios
Escucho música

Investigué...
Que te gustan las flores
Que te gustan las canciones
Que te gusta el verano
Luego...
Me gustaron las flores
Me gustaron las canciones
Me gustó el verano

Si no alcanzo, subo a la escalera
Si estoy muy alto... bajo

A veces mi pedazo se encoge
Y... fracaso
A veces mi pedazo crece
Y... yo también

Entre tanto...
Conseguí algunos excelentes pedazos
Estos pedazos los veo en mi álbum
Y... comienzo nuevamente a caminar

"Aquí no es tan bueno, mañana cambiaré de lugar"

Dentro del mundo de los pedazos
Buscando mi pedazo interior
Buscando tu pedazo interior
Estoy buscando...
Seguramente... siempre...
La hoja blanca siempre fue un reto. Las preguntas que uno se hace para poder armar una historia. Qué contar, cómo contarlo, qué personajes utilizar. Escribir una historia puede ser una tarea difícil o a veces la más simple. “Es que depende de muchas cosas”, me dice mi padre por teléfono.

Puedes tener cientos de ideas en la cabeza, el reto empieza cuando te encuentras frente a tu laptop o a tu libreta o a tu celular (para los millennials). Algunas historias empiezan con frases, lugares o también conversaciones, o a veces todo junto, en ocasiones tocan tu puerta y tu vida sosegada y apacible.

En ciertas ocasiones estás por la mitad de la historia y le das a borrar. Como en una guerra, rescatas a unos cuantos párrafos heridos por tu humor cambiante que haces que gires la trama, por milésima vez. Pero estabas escribiendo un drama y ahora te pasas a la comedia. No te concentras. Destapas una botella de vino. Te alejas del televisor. De Netflix, de tu lista de películas aún no vistas y también del refrigerador.

Quédate sentado. No te muevas. Te dice esa voz interior. Le haces caso. Te mentalizas. "Ahora empecemos". Luego de 30 minutos te das cuenta que vas por la mitad de una historia de desamor. Otra vez la voz interior. "Pero estabas escribiendo un recuerdo de tu infancia, ¿qué pasó?". Sacudes la cabeza. El líquido se acaba pero no vas a dormir. Empieza la guerra contra el sueño. No te vas a rendir tan rápido.

Aún es temprano. Aún es temprano, ¿no? Dejas que alguna lista de Spotify te devuelva la inspiración pero terminas abriendo otra botella y recordando momentos no gratos con personas no gratas o una película o un libro o un libro hecho película. Un cigarro, dos, tres. Café y más música sad. Algunos artistas lo llaman "Síndrome de la hoja en blanco", y no es nada menos que ansiedad en su estado puro. Al comenzar un texto, un dibujo o escultura. Leí que rellenar una hoja en blanco con cualquier cosa que tengas a la mano ayuda a desbloquear esa creatividad dormida. Empecé a hacer garabatos hasta que volví a una idea sólida.

Pasaron tres días y otra vez el bloqueo, y las figuras amorfas con elefantes cinéfilos que conversan sobre la última película de Tarantino. ¿Cuándo se estrena? Encontré un artículo que recomendaba compartir la última idea que tuviste sobre lo que ibas a escribir con algún amigo, amiga, compañero de estudios, de trabajo, etc. Llamé a Estela para tomarnos unas cervezas. Estaba con Rodrigo en un almuerzo familiar así que tuve que esperar hasta la noche.

- ¿Te acuerdas de la historia que iba a escribir sobre el hombre divorciado?
- ¡Claro, claro! Que luego sus hijos lo encuentran perdidazo.
- No, no, eso es de la película que te dije que vieras.
- Ah, carajo, verdad. ¿Cuál hombre divorciado entonces?
- El que era profesor de filosofía.
- Primera vez que me dices de él.
- Porque estabas borracha, no te vas a acordar.

Y terminamos hablando de qué es el pragmatismo, de corrientes del siglo XIX y si el rock pasó de moda o no. Cualquier tema random y totalmente distante de el del eje principal de la reunión. Suele pasar. Es un fenómeno de nuestra era multitasking. Somos multithemes. Pasamos de un polo a otro en instantes. Ya es frecuente en nuestro habla.

Entonces piensas que un atardecer te va a ayudar. 5:34 p.m. Notas mentales. "Un día quiero aprender a tocar guitarra y a cantar. Quiero una plaza en alguna ciudad en las montañas. Que tenga flores en sus extremos y haga un poco de frío. Quedarme unos meses alegrando a los habitantes con serenatas nocturnas a cambio de choclos y arroz. Enseñar a los jóvenes a tocar guitarra y a cantar también. Para que vayan a otros pueblos. Para que enseñen a otros. Para que alegren a otros."

A veces nos olvidamos de la hermosa y desatendida habilidad para usar el sentido común. La ansiedad te ciega, es verdad, pero también te lleva a conocer tus límites y controlarla te cura de esa invidencia. Te muestra el otro lado del río, en donde puedes navegar tranquilamente, tomarte una siesta con una libreta y un lapicero, y al despertar escribir la historia que quieras de la forma que quieras.
Timado

Kiara me sorprende a la salida de la oficina, me dice que la acompañe a buscar vino caliente, que no ha encontrado un lugar en donde preparen uno a su gusto. Saltamos como conejos tomados de las manos, felices y rimbombantes hacia nuestro destino. La cena termina luego de halagos a la comida, sin embargo, a Kiara no le ha gustado el vino que le han traído. La animo diciendo que buscaremos en otro lugar, que lo vamos a hallar de todas maneras. Luego de dos semanas iniciamos otra búsqueda, sin embargo, no damos con el indicado. Pasaron dos meses de visitas a diferentes restaurantes y bares, y nunca pudimos hallar el que ella quería. En invierno se fue y no supe si pudo encontrarlo al final de cuentas.

Un día recibí un correo con un archivo adjunto. Eran pequeñas cartas unidas en un Word que había escrito a algunas personas de su vida. Mi nombre estaba al inicio y también el de Eduardo o Ed, como ella llamaba a un ex antes de mí. "Quisiera que me escribieras aunque sea para decirme la receta del vino, no logro recordarla por más que me esfuerce. Aún te quiere, K."

Falsa alarma

Recibo una llamada un sábado por la tarde, es ella. "Ya era hora", pienso, mientra sonrío "victorioso". No hay mucha información reciente que maneje sobre su vida, solo algunas fotos que subió a su cuenta de Instagram junto a su nuevo novio al cual un día, con aires de adivino de Av. Abancay, le predije un par de semanas de relación. Me dice con voz seria que quiere verme, que tiene algo importante que decirme y que no falte a la cita. Me alisto como si fuera asistir a una boda. Me preparo mentalmente para oír su discurso que imagino empezará con un "Tengo problemas con mi novio" o un "He estado pensando en ti", sin embargo, implacable y más segura que nunca, saca un pequeño sobre dorado de su cartera e inicia con lo que nunca imaginé: "Voy a casarme y me gustaría que vengas, aún te considero mi amigo."

La mala rabia

Es la primera vez que visitaré su casa y conoceré a su familia, durante el camino me cuenta de Copito, su querido can, el amo y señor de su hogar, el mimado y engreído. "Es un tierno, siempre le gusta jugar", me dice mientras subimos al departamento. Al ingresar me presenta a sus padres, tíos, tías y a sus dos hermanos. Todos reunidos por un año más del perro, sin embargo, el cumpleañero no está. Sucede que está en la veterinaria pues, haciéndose un corte para estar guapo en las fotos. 10:00 p.m., y llega Copito, el lindo con desconocidos, el amigable sabueso me mira con desconfianza y se me avalancha encima, gruñe, no me quiere en su fiesta, ladra fuerte, como si acabara de ver un alma perdida. Tengo que salir inevitablemente de la casa y ella me acompaña,  sentados en su escalera escucho a su madre decir desde la cocina: "Al otro chico como lo quería oye", y por un momento no sé si refiere a su perro o a su hija.

Golpes bajos

Recuerdo una caminata larga en donde poníamos nombres a hijos futuros y planeábamos las vacaciones cuando el pequeño(a) cumpliera 5 años. Alejandro si es hombre, Claudia si es mujer y Cusco, como primer destino familiar. Componíamos todo un árbol genealógico con nuestros apellidos y agregábamos hasta el nombre del perro. 10 años después me compro un terno y un regalo para asistir al bautizo de su primera hija. Me acerco al padre con una sonrisa no fingida. Estoy realmente feliz por ellos. Por la nueva etapa. Por su bebé y su nueva familia. El tipo me ve acercarme y pareciera que algo sabe de mí. “Qué bueno que hayas venido, tocayo”, “¿También te llamas David?”, “(Ríe) Ah, no, no, tocayo de apellido nomás.” Y veo como al fondo de la sala, con globos enormes y coloridos se ha formado: Mi bautizo, Claudia Paloma.

Color infierno

"¡Sorpresa!", grita Adriana que ha venido a esperarme al aeropuerto luego de unas vacaciones cortas por la selva. Me entrega una bolsa de papel que al parecer contiene una prenda. "Ábrelo, es algo que te va a gustar" Es una camisa a cuadros manga larga, color celeste cielo con detalles floreados. Realmente muy bonita. Nos vamos a cenar y le cuento de mis aventuras por el Ucayali, ella me cuenta de sus exámenes finales y que ha pasado con buenas notas todos. Al llegar el fin decidimos irnos a bailar y chelear por los cuatro meses que vamos saliendo. Me pongo la camisa que me ha regalado y durante toda la noche no deja de soltar apelativos cariñosos sobre la prenda. Pienso que es la mejor noche del verano al llegar a casa.

Un fin de semana no puedo dormir y me pongo a stalkear su muro en Facebook. Ha borrado contenido de 4 años de relación con Rodrigo, sin embargo, curioso y tonto, espero encontrar algo que me lleve a él. Hay una etiqueta extraviada que me dirige hacia su perfil. Mi curiosidad está a punto de darme una lección. En la sexta foto de perfil guardada veo a una pareja feliz, son ellos, están en Paracas. Adriana sonríe con un vestido lleno de girasoles y él con una familiar prenda color celeste cielo. La foto es acompañada con una breve descripción: "El mejor verano de mi vida".

Pedro Ramírez (28 años)

La madre de Romina falleció de leucemia cuando ella tenía 12 años de edad. A partir de ese día la vida para la única hija de la familia fue cuesta arriba. A los 15 años se había vuelto todo un caso perdido para su padre y sus tías. Se escapaba a tocadas en el Centro de Lima y volvía con los polos hechos pedazos dispuesta a no responder ninguna pregunta.

A esa edad inició todo.

Liliana, una amiga en común, me presentó a Romina en febrero del 2016. En nuestra primera cita bebimos unas cervezas, conversamos de su carrera y las mascotas que tuvo, me contó la historia de su amistad con Liliana y yo le conté la mía. Era una estudiante normal de Ingeniería Industrial, ambientalista y feminista, le gustaba leer a escritores contemporáneos y escribir poesía. No había malos rollos o silencios incómodos con ella, y cada vez que nos veíamos nos entendíamos mejor y conocíamos algo del otro que nos sorprendía.

Las citas con Romina siempre eran en bares del Centro de Lima, nos sentábamos a tomar barras libres de chilcanos o de cervezas artesanales. Pedíamos uno tras otro hasta que nuestros ojos empezaran a brillar o hasta que ella regresara chocándose con las sillas. “Vámonos Romi, ya no das”, “Uno más pues, por favor”. Esperábamos el taxi caminando por la Av. Salaverry, cantando rock en español junto a anécdotas de nuestra infancia.

“Pedro, tengo ganas de hacer mojitos”, así empezaba un fin de semana. Una invitación acompañada de algún trago o algo parecido. Siempre era alcohol, eso sin duda. Nos sentábamos en la sala del departamento que compartía con dos primas, a las cuales yo llamaba “Las exiliadas”, y veíamos películas hasta que su licorería privada se acabara.

Pero ella quería más, siempre quería más. “Si me pongo mal, solo me abrazas ¿ya?”, me miraba con pena, como una gaviota que no puede volar más y solo se tira a la orilla a esperar que se la lleve el mar. Perdí la cuenta de las veces que la cargué dormida a su cama. De las veces que recogí botellas vacías los domingos. De los días en que no era su novio, era su amigo elegido. El guardaespaldas de su ebriedad. Tardé en aceptarlo pero luego de seis meses de mañanas con migraña y levantarse a las 2:00 p.m. tuve que afrontar lo que estaba viviendo.

Mi novia era alcohólica.

Cuando le dije lo que pensaba Romina explotó. Para ella era una exageración, era un machista que no soportaba ver a una mujer bebiendo, que me estaba haciendo el correcto y en verdad era un hipócrita. Me botó de su departamento. Sabía lo que iba a hacer al cerrar la puerta. Sabía que en dos o tres horas ya no iba a existir la Romina lúcida sino que se apoderaría de ella sentimientos autodestructivos que la llevarían a tomar hasta perder el conocimiento.

Ella lo intentaba. Yo sabía que hacía un esfuerzo. Había dejado de fumar definitivamente y eso me pareció un avance. El doctor le había dicho que a su edad sus pulmones parecían los de un chino desempleado. Eso le asustó un poco y dejó de comprar sus Marlboro rojos de toda la vida. Ahora solo quedaba el alcohol y esperaba que poco a poco también lo dejara.

Pasaron tres meses y nada cambió. Romina había perdido el control y al intentar salvarla, me empecé a hundir con ella. A formar parte de sus vicios, de sus jadeos y mareos me había convertido en su cómplice, en su lazarillo de trancas y resacas. Habían días en los que me negaba a salir a alguna reunión o tocada. “Vamos a ver una película”, “Ya nadie va al cine Pedro, ahora todo está en internet, mejor conectamos la laptop y ya” Pasaban 30 minutos y aparecía con canchita y una botella con vino helado. Dejé de refutar para evitar conflictos, y el problema se expandió.

El día del accidente estaba en una reunión con clientes. Mi celular empezó a vibrar con insistencia, salí abruptamente y disculpándome, era Melisa, su prima y roomie, se oía agitada. “Romina chocó contra una 73, en la Arequipa, me llamaron de una clínica, no sé Pedro, haz algo, ve a verla, no sé más, solo me llamaron y que se la habían llevado a la clínica”. Tomé un taxi y fui a la clínica que me indicó. Cuando llegué el panorama no era tan alentador. Raspones, moretones, golpes en las piernas y hasta una fractura. Romina había intentado pasarse una luz roja. Intuí que no había estado sobria.

Cuando me dieron su bolso encontré una botella pequeña de ron. No había ni una gaseosa, ni un envase extra. “Loca del carajo, ¿qué has hecho?”. Junto a la botella había un libro de la historia del punk, su libro de inglés y una fotografía en tamaño carné. Pensé que era un retrato de adolescente pero no, era Estela, su madre.

Tenía poca información de Estela. Sabía que fue ingeniera industrial, que le encantaba leer, que se alocaba por Chayanne y amaba el chocolate. Que su muerte cambió no solo la vida de Romina, sino también la de su padre, el cual nunca más volvió a salir con una mujer. “Qué hago con ella Estela, qué hago para que no se pierda”.

Eventualmente la empresa de transporte no quiso hacerse responsable del accidente y el padre de Romina terminó pagando todo. No quiso decirle nada a su hija, pensaba que ya había tenido suficiente. Al retirarse se me acercó y murmuró en mi oído: “Ayúdame, a mí no me hace caso, no quiero perderla también a ella”, y subió a su auto. Fue la última vez que lo vi.

Salí de la clínica buscando despejar la mente. A Romina le darían el alta al día siguiente. Caminé por el malecón y me quedé viendo el horizonte por varios minutos. Pensando en Romina, en Estela, en su padre. En la familia que un día vi sonriente en fotos del álbum familiar y ahora no existía. La muerte de Estela hizo que Romina se aislara y responsabilizara a su padre de lo sucedido. Ella se fue de la casa, él se cansó de buscarla y cada uno hizo su vida. Ambos decidieron cargar con su pena por sus propios caminos y en el trayecto se alejaron uno del otro. Ahora eran dos amigos de la vida, como ella repetía.

Romina buscó un refugio, e igual que el abuelo materno, un día empezó a beber y nunca paró. Pensé que nuestra relación la alejaría de ese vicio pero yo había sido muy flexible por el solo afán de verla feliz. Y me había equivocado como un adolescente tonto y enamoradizo. Qué irresponsable, pensé.

Al día siguiente la fui a recoger. No alzó la mirada durante todo el trayecto a casa. Solo se concentraba en su pierna enyesada, la miraba con mucha cólera, como si fuera un ancla que la mantendría quieta durante mucho tiempo. No le agradaba la idea de estar en silla de ruedas unas semanas y encima luego tener que usar muletas.

Al llegar a su departamento se puso al lado del televisor y me pidió su laptop. Se la alcancé junto a un vaso de agua tibia. Tomó unos medicamentos y abrió un archivo que tardó en buscar. Leyó en voz baja:
"Mamá, hay días en los que no me alcanzan las ganas de vivir, como hoy, especialmente porque sale el sol. No pretendo reclamarte nada, ninguna escogió que sucediera de esta manera. 
Te extraño. Te necesito. Lo siento si sueno egoísta, quiero serlo en estos momentos. Te necesito tanto. Léeme un cuento para dormir, aunque te pida otro. Hazme el desayuno, aunque me levante de mal humor. Dobla mi ropa. Invítame el café de la tarde. Ven. Me siento tan sola. 
Dicen que es uno de los inviernos más fríos de Lima. Para mí todo el año es invierno y todos los días son un mal sueño. 
Nunca fui buena para los cierres.
Con amor,
tu sombra."
Nunca iba a entender lo que ella sentía en ese momento. Solo ella lo comprendía, solo ella sentía ese eco estremecedor de un gran vacío. La abracé y mientras se secaba el rostro me dijo: “Pedro, me voy a Uruguay, me voy con Paola”. La oí convencida después de mucho tiempo y eso me dio un buen presentimiento. Le dije que si no decidía realmente hacer un cambio iba a importar poco si se iba a Júpiter o a Japón.“Necesito estar con mis sobrinos, cuidarlos y así cuidarme a mí”.

Paola, prima y ahijada de su madre, vivía en Montevideo, era una psicóloga casada con un doctor con el cual tenía dos hijos muy simpáticos y con quienes mantenía contacto seguido. Videollamadas de horas que hacían que Romina se desconectara de todo y olvidara que tenía que beber para sentirse feliz.

Era una niña jugando en el jardín de su casa. Mientras la cámara estaba encendida ella no dejaba de sonreír. Se conectaban los domingos por las noches y ella les contaba cuentos antes de dormir. Al verlos el rostro de Romina reflejaba paz y entendí que el amor por esos niños era terapéutico para ella y que sería un bien que los tuviera cerca.

Romina se fue en febrero del 2017. No quiso fiesta de despedida. Un almuerzo simple y sin mucho ruido para ella fue suficiente. Al aeropuerto solo fui yo. Ella lo quiso así. Nos dimos un abrazo fuerte y prolongado, como si nunca más nos volveríamos a ver. “Espero que encuentres esa paz que tanto buscas Romina”, le di un beso y se marchó.