Estas noches me las he pasado girando en mi cama, detenido en algún lugar de mi habitación y oyendo música lenta, víctima de un sorpresivo insomnio y de una maldita impaciencia por escribir.

Acabo de recordar una casa enorme llena de pinturas antiguas y a la hija más mamá de esa casa. Sandra de 27 años (en la actualidad). Ella hacía de todo. Se encargaba de sus tres hermanos y no era la mayor. Era la segunda hija de una familia divorciada y convulsionada por los engaños del padre y la vida de ludópata de la madre. Sandra había tomado el mando de su hogar y por ella sus hermanos se alimentaban, iban a estudiar y tenían ropa limpia.

En las escaleras de su casa dábamos inicio a largas y tristes conversaciones en donde hacía catarsis de su semana. Apretaba los puños recordando a su padre y a su amante, lo maldecía, no quería verlo más. La única razón por la que lo veía era para recibir el dinero del mes para ella y sus hermanos.

- Quiero irme de Lima Dante.
- ¿Por qué no te vas con tus tíos a la selva?
- No puedo dejar a mis hermanos, solos no harían nada. No sé qué hacer.

Sandra lloraba y escribía cartas con ira. Pegándole al teclado. Cartas con rencor de una hija cansada a un padre pecador. Nunca se las entregó. Las guardaba ordenadamente en una carpeta en su laptop de nombre "Cartas a papá". Me permitió leer algunas y comprobé que había mucho hígado en esas líneas. Secretos familiares que podrían destruir a su padre y dejarlo en bancarrota. El propósito indirecto de estas cartas quizá eran amedrentarlo o asustarlo y así desistiera de su mala vida. Sin embargo, nunca se las envió o se las dio en alguna de las citas que tenían.

Su padre era de Pucallpa y se dedicada al rubro maderero y su madre, una abogada natural de Trujillo trabajaba en un estudio de abogados en San Isidro. Se conocieron, ella, con 16 años, él con 20 años, en una visita que hicieron ambos a sus abuelos en Lima. Se enamoraron perdidamente y se casaron 4 años más tarde. Esteban, el hermano mayor, ya estaba en camino. Su padre nunca ocultó su personalidad coqueta y galante, y la madre siempre lo asumió con buena actitud. Sin embargo el hombre camuflaba bien en su "amabilidad" la vida de un mujeriego que arrasaba con todo a su paso. Desde cajeras de supermercados hasta la secretaria de su jefe.

La historia se repetía cada tres meses. Un rastro dejado por su padre encendía las alarmas en su madre. Una semana fuera de casa y luego regresaba. Pienso que él ni quería regresar. Qué mejor que una semana lejos de una supervisión marital y una vida a sus anchas. Pero volvía porque tenía 4 hijos a los cuales tenía que alimentar. La madre bajaba la cabeza y lo perdonaba sin otra salida. Aún no encontraba esa oportunidad que la hiciera volver a sentirse útil. Los hijos que había tenido seguidamente la habían alejado del ejercicio de su profesión, y vaya que extrañaba trabajar. Cuando vinieron a Lima ella halló esa oportunidad pero también una vida de casinos y tragamonedas y ahí se quedó. En su mundo de despilfarros y jóvenes amantes.

Sandra siempre fue espectadora en primera fila de la película de sus padres. Ocultaba a sus hermanos de las sonoras peleas para pasar ella a primera fila y ser una pared con ojos y orejas que recepcionaba todo el cruce de palabras y acusaciones. Los secretos guardados hasta ese día salían y se colocaban sobre la mesa. Sabía de hasta denuncias alarmantes del padre y amoríos de la madre con un hermano de su progenitor. Y aún ni cumplía los 15 años. A los 16 tuvo su primer enamorado y duraron dos días. Veía a todo hombre que le pretendía como representación de su padre y los trataba mal. Su madre la llevó a una amiga psicóloga y poco a poco empezó a ser más empática con los chicos.

Cuando cumplió los 18 años no pudo más la continuidad del caos matrimonial de sus padres y los separó a la fuerza. Al padre lo regresó a trabajar a Pucallpa y a la madre la mantuvo a raya en su casa de Jesús María. A los 20 años era padre de sus padres y ellos se habían entregado al nuevo gobierno de su hija y obedecían y acataban sus órdenes. El penúltimo hermano para tal instituto y la hermana menor a estudiar. El mayor hacía su vida por su lado. No se metía en nada. Su casa solo era un lugar en donde podía comer y dormir ilimitadamente. Sandra lo veía como un fantasma por la casa y digamos que tampoco le importaba mucho.

Conocí a Sandra en su cumpleaños número 24. Nos hicimos amigos por gustos en común y siempre admiré su buen gusto musical. Sus recomendaciones siempre daban en la cima de mi estado de ánimo. Cuando quería una canción o un álbum para un domingo de resaca o para un cumpleaños de un amigo querido, ella tenía algo siempre en archivo. Sani, como le decían de cariño tenía una sazón increíble. Había aprendido de su abuela materna recetas de la selva que le salían deliciosas. Cruzaba la ciudad desde Los Olivos hasta Jesús María por sus platillos. Puntual para la cena y para la charla de la noche con cigarrillos y cervezas.

Un domingo por la tarde me citó en su casa, quería que le hiciese un favor y agregaba que era importante. Cuando llegué a su casa, pasé a su habitación y hallé una caja de zapatos encima de su cama forrada con papel de regalo y stickers de Avril Lavigne en toda la cubierta.

- Estas son las cartas que te dije Dante, quiero que se las des, que de una manera se las hagas llegar. Tengo la dirección y todos los datos. ¿Podrías?

Asentí. Sandra me había hecho parte de su dolor y su viacrusis, la admiraba tanto y quería tanto que su paz también era la mía. Habíamos construido una amistad divertida y leal y por la misma me solidaricé con ella y su estado. Esas cartas iban a cambiar mucho determinadas cosas en su familia pero como ella decía: el que ama también corrige. Llegaron al despacho de su padre cuando ella aterrizaba con sus hermanos y su madre en Santiago. La señora había decidido dejar todo vicio y entregarse a la crianza de sus hijos y a su profesión. Consiguió un buen trabajo gracias a una amiga de la infancia y Sandra ingresó a una escuela de fotografía para dar clases, lo mismo que hacía en Lima pero con un mejor sueldo. La huida del patriarcado asfixiante había tenido sus frutos. Habían vuelto a la estabilidad, y se volvieron a sentir una familia.

Hace unas semana me llamó por Skype. Seis meses luego de su partida. La vi muy tranquila para darme una mala noticia. Su padre tenía cáncer y sus tíos se habían hecho cargo de sus empresas. Él le había llamado para ofrecerle la gerencia de las mismas a lo que ella se había negado. No quería saber de nada que tuviese que ver con su padre. Lo amaba a pesar de todo pero ya se había librado de su toxicidad y no iba a volver. Nunca más.

Hoy me he levantado sonriendo sin motivo alguno, no sé lo que me pasa, pero es una sensación placentera. Los labios se me alargan involuntariamente al preparar el desayuno; al ir hacia la universidad sonrío a todo aquel que pasa frente a mí. En clase, mi sonrisa reitera su locura, al hacer la cola en el supermercado, otra vez, y también frente al ordenador.

Y la verdad es que no sé por qué pero me siento diferente. Mejor. Me pongo a pensar en algún motivo, y encuentro una suma de aspectos que han marcado un punto de inflexión en mi, últimamente, gris vida. He tardado pero parece que he encontrado el motivo principal. He vuelvo a escribir. En todos lados. Mientras hago la cola para pagar los servicios, en el descanso de clases, antes de dormir, después de dormir, cuando no puedo dormir. Volver a hacer catarsis ha tenido efectos secundarios que ando disfrutando.

Ahora solo falta atreverme a dar un paso más. Porque quiero seguir sorprendiéndome, sonriendo y escribiendo.
La inquietud surge a mediar las 2:03 a.m., es difícil dormir cuando se está nervioso y pensativo. Una pregunta me tiene despierto. Estoy pensando en los motivos por los que dejé de escribir en Internet un verano del 2009. Antes de este blog escribía en otro llamado 'La ciudad del poeta'. Algo cliché, ¿no? Lo cerré porque pensaba que mis escritos no estaban a la altura de los lectores. No confiaba en mi propio arte y a pesar de contar con una comunidad, lo eliminé.

Me tomé un descanso sin embargo siempre me repetía: ¿por qué?, ¿qué pasó?, si era un ejercicio saludable. Me sentía soberanamente libre al final de cada párrafo, me hacía situar mi mente y corazón en una línea recta y tirar el freno en cualquier parte de la travesía. Olvidé esa buena terapia nocturna y murmuré: Buena suerte, nos volveremos a ver.

Entre tantos signos de interrogación busco respuestas y no encuentro una concisa que mitigue mi inquietud. En mi defensa busco excusas lejos de la razón principal y le echo la culpa a un desamor, al tiempo, a la rutina, a la universidad, a mi roñosa flojera o a mi afán de leer más y escribir menos. Es en vano, yo sé la verdad.

Una hora después sigo sin poder dormir.

Hace unas semanas recibí una carta desde Ecuador, la firmaba mi buena amiga Victoria. Párrafos antes del final hizo una pregunta que se desprendió de la idea principal del mensaje, que era contarme como le iba en aquel país y lo rápido que estaban creciendo sus pequeños. “¿Por qué no vuelves a escribir en un blog?”. Estuve muchos minutos pensando en esa interrogante, la dejé pasar y seguí leyendo la carta hasta su final.

Victoria antes de irse me regaló una libreta des hojas rayadas, de tapa azul intenso y que en el inicio había puesto: "Escríbeme algo cuando me vaya, algo bonito. Te extrañaré. Besos, Vico." Nunca escribí nada. Recordé que la escondí en algún lugar de mi cuarto junto a mis ganas de escribir, que estaba vacía, sin un párrafo que indique si fue un regalo bien utilizado, además de empolvada.

Aquella noche la busqué y di con ella, tomé un lapicero y respondí la pregunta, la razón principal de haber dejado de escribir. Puse mis miedos más recónditos en tres hojas, pensando que de ese modo dormiría de una buena vez, sin embargo, el efecto fue agradablemente distinto. Unas líneas bastaron para volver a sentir esa sensación estremecedora, sublime y liberadora. Sentí paz, un golpe de buenos recuerdos, me arrepentí de haber tomado distancia. Recordé que no se puede estar mejor haciendo lo que a uno le gusta y no lo que a otros los hace sentir mejores. Empecé a sonreír al instante. Supe aquella noche que Victoria solo había sido ese puente para volver a encontrarme conmigo mismo y para que de una buena vez me deje de tonterías.

4:34 a.m.

Punto y aparte y adiós a las vueltas, al silencio, a los malos recuerdos, a la evasión de la realidad. Me puse cara a cara con la verdad. Unas de las mejores terapias del hombre había sido remplazada por asuntos banales y frívolos. Que se vayan al carajo. Escribir es una buena bala y yo quería y quiero dispararla. Mis hemisferios cerebrales brindaron y cualquier hoja vacía en mi habitación se vio amenazada por la tinta azul de mi lapicero. Lo decidí, no había marcha para atrás.

Logré dormir al final de cuentas, casi hasta el mediodía, sin embargo, lo que más recuerdo de aquella noche es que a las 5:56 a.m. había tomado una breve pero sólida decisión.

Volver a escribir para un blog. Y este es el inicio. Aquí voy.