Un amor alcoholizado

Pedro Ramírez (28 años)

La madre de Romina falleció de leucemia cuando ella tenía 12 años de edad. A partir de ese día la vida para la única hija de la familia fue cuesta arriba. A los 15 años se había vuelto todo un caso perdido para su padre y sus tías. Se escapaba a tocadas en el Centro de Lima y volvía con los polos hechos pedazos dispuesta a no responder ninguna pregunta.

A esa edad inició todo.

Liliana, una amiga en común, me presentó a Romina en febrero del 2016. En nuestra primera cita bebimos unas cervezas, conversamos de su carrera y las mascotas que tuvo, me contó la historia de su amistad con Liliana y yo le conté la mía. Era una estudiante normal de Ingeniería Industrial, ambientalista y feminista, le gustaba leer a escritores contemporáneos y escribir poesía. No había malos rollos o silencios incómodos con ella, y cada vez que nos veíamos nos entendíamos mejor y conocíamos algo del otro que nos sorprendía.

Las citas con Romina siempre eran en bares del Centro de Lima, nos sentábamos a tomar barras libres de chilcanos o de cervezas artesanales. Pedíamos uno tras otro hasta que nuestros ojos empezaran a brillar o hasta que ella regresara chocándose con las sillas. “Vámonos Romi, ya no das”, “Uno más pues, por favor”. Esperábamos el taxi caminando por la Av. Salaverry, cantando rock en español junto a anécdotas de nuestra infancia.

“Pedro, tengo ganas de hacer mojitos”, así empezaba un fin de semana. Una invitación acompañada de algún trago o algo parecido. Siempre era alcohol, eso sin duda. Nos sentábamos en la sala del departamento que compartía con dos primas, a las cuales yo llamaba “Las exiliadas”, y veíamos películas hasta que su licorería privada se acabara.

Pero ella quería más, siempre quería más. “Si me pongo mal, solo me abrazas ¿ya?”, me miraba con pena, como una gaviota que no puede volar más y solo se tira a la orilla a esperar que se la lleve el mar. Perdí la cuenta de las veces que la cargué dormida a su cama. De las veces que recogí botellas vacías los domingos. De los días en que no era su novio, era su amigo elegido. El guardaespaldas de su ebriedad. Tardé en aceptarlo pero luego de seis meses de mañanas con migraña y levantarse a las 2:00 p.m. tuve que afrontar lo que estaba viviendo.

Mi novia era alcohólica.

Cuando le dije lo que pensaba Romina explotó. Para ella era una exageración, era un machista que no soportaba ver a una mujer bebiendo, que me estaba haciendo el correcto y en verdad era un hipócrita. Me botó de su departamento. Sabía lo que iba a hacer al cerrar la puerta. Sabía que en dos o tres horas ya no iba a existir la Romina lúcida sino que se apoderaría de ella sentimientos autodestructivos que la llevarían a tomar hasta perder el conocimiento.

Ella lo intentaba. Yo sabía que hacía un esfuerzo. Había dejado de fumar definitivamente y eso me pareció un avance. El doctor le había dicho que a su edad sus pulmones parecían los de un chino desempleado. Eso le asustó un poco y dejó de comprar sus Marlboro rojos de toda la vida. Ahora solo quedaba el alcohol y esperaba que poco a poco también lo dejara.

Pasaron tres meses y nada cambió. Romina había perdido el control y al intentar salvarla, me empecé a hundir con ella. A formar parte de sus vicios, de sus jadeos y mareos me había convertido en su cómplice, en su lazarillo de trancas y resacas. Habían días en los que me negaba a salir a alguna reunión o tocada. “Vamos a ver una película”, “Ya nadie va al cine Pedro, ahora todo está en internet, mejor conectamos la laptop y ya” Pasaban 30 minutos y aparecía con canchita y una botella con vino helado. Dejé de refutar para evitar conflictos, y el problema se expandió.

El día del accidente estaba en una reunión con clientes. Mi celular empezó a vibrar con insistencia, salí abruptamente y disculpándome, era Melisa, su prima y roomie, se oía agitada. “Romina chocó contra una 73, en la Arequipa, me llamaron de una clínica, no sé Pedro, haz algo, ve a verla, no sé más, solo me llamaron y que se la habían llevado a la clínica”. Tomé un taxi y fui a la clínica que me indicó. Cuando llegué el panorama no era tan alentador. Raspones, moretones, golpes en las piernas y hasta una fractura. Romina había intentado pasarse una luz roja. Intuí que no había estado sobria.

Cuando me dieron su bolso encontré una botella pequeña de ron. No había ni una gaseosa, ni un envase extra. “Loca del carajo, ¿qué has hecho?”. Junto a la botella había un libro de la historia del punk, su libro de inglés y una fotografía en tamaño carné. Pensé que era un retrato de adolescente pero no, era Estela, su madre.

Tenía poca información de Estela. Sabía que fue ingeniera industrial, que le encantaba leer, que se alocaba por Chayanne y amaba el chocolate. Que su muerte cambió no solo la vida de Romina, sino también la de su padre, el cual nunca más volvió a salir con una mujer. “Qué hago con ella Estela, qué hago para que no se pierda”.

Eventualmente la empresa de transporte no quiso hacerse responsable del accidente y el padre de Romina terminó pagando todo. No quiso decirle nada a su hija, pensaba que ya había tenido suficiente. Al retirarse se me acercó y murmuró en mi oído: “Ayúdame, a mí no me hace caso, no quiero perderla también a ella”, y subió a su auto. Fue la última vez que lo vi.

Salí de la clínica buscando despejar la mente. A Romina le darían el alta al día siguiente. Caminé por el malecón y me quedé viendo el horizonte por varios minutos. Pensando en Romina, en Estela, en su padre. En la familia que un día vi sonriente en fotos del álbum familiar y ahora no existía. La muerte de Estela hizo que Romina se aislara y responsabilizara a su padre de lo sucedido. Ella se fue de la casa, él se cansó de buscarla y cada uno hizo su vida. Ambos decidieron cargar con su pena por sus propios caminos y en el trayecto se alejaron uno del otro. Ahora eran dos amigos de la vida, como ella repetía.

Romina buscó un refugio, e igual que el abuelo materno, un día empezó a beber y nunca paró. Pensé que nuestra relación la alejaría de ese vicio pero yo había sido muy flexible por el solo afán de verla feliz. Y me había equivocado como un adolescente tonto y enamoradizo. Qué irresponsable, pensé.

Al día siguiente la fui a recoger. No alzó la mirada durante todo el trayecto a casa. Solo se concentraba en su pierna enyesada, la miraba con mucha cólera, como si fuera un ancla que la mantendría quieta durante mucho tiempo. No le agradaba la idea de estar en silla de ruedas unas semanas y encima luego tener que usar muletas.

Al llegar a su departamento se puso al lado del televisor y me pidió su laptop. Se la alcancé junto a un vaso de agua tibia. Tomó unos medicamentos y abrió un archivo que tardó en buscar. Leyó en voz baja:
"Mamá, hay días en los que no me alcanzan las ganas de vivir, como hoy, especialmente porque sale el sol. No pretendo reclamarte nada, ninguna escogió que sucediera de esta manera. 
Te extraño. Te necesito. Lo siento si sueno egoísta, quiero serlo en estos momentos. Te necesito tanto. Léeme un cuento para dormir, aunque te pida otro. Hazme el desayuno, aunque me levante de mal humor. Dobla mi ropa. Invítame el café de la tarde. Ven. Me siento tan sola. 
Dicen que es uno de los inviernos más fríos de Lima. Para mí todo el año es invierno y todos los días son un mal sueño. 
Nunca fui buena para los cierres.
Con amor,
tu sombra."
Nunca iba a entender lo que ella sentía en ese momento. Solo ella lo comprendía, solo ella sentía ese eco estremecedor de un gran vacío. La abracé y mientras se secaba el rostro me dijo: “Pedro, me voy a Uruguay, me voy con Paola”. La oí convencida después de mucho tiempo y eso me dio un buen presentimiento. Le dije que si no decidía realmente hacer un cambio iba a importar poco si se iba a Júpiter o a Japón.“Necesito estar con mis sobrinos, cuidarlos y así cuidarme a mí”.

Paola, prima y ahijada de su madre, vivía en Montevideo, era una psicóloga casada con un doctor con el cual tenía dos hijos muy simpáticos y con quienes mantenía contacto seguido. Videollamadas de horas que hacían que Romina se desconectara de todo y olvidara que tenía que beber para sentirse feliz.

Era una niña jugando en el jardín de su casa. Mientras la cámara estaba encendida ella no dejaba de sonreír. Se conectaban los domingos por las noches y ella les contaba cuentos antes de dormir. Al verlos el rostro de Romina reflejaba paz y entendí que el amor por esos niños era terapéutico para ella y que sería un bien que los tuviera cerca.

Romina se fue en febrero del 2017. No quiso fiesta de despedida. Un almuerzo simple y sin mucho ruido para ella fue suficiente. Al aeropuerto solo fui yo. Ella lo quiso así. Nos dimos un abrazo fuerte y prolongado, como si nunca más nos volveríamos a ver. “Espero que encuentres esa paz que tanto buscas Romina”, le di un beso y se marchó.

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