Nos citamos en una cafetería miraflorina un viernes por la tarde, hace meses que no veo a Camila, casi desde que ella empezó a trabajar en un diario local. No tiene vida y la extraño. Llego y solicito el lugar más lejos a la calle. Odio el ruido de los autos o bocinas cuando uno quiere conversar tranquilamente. Hago mi pedido: un café americano. A los 10 minutos llega ella. Alta, delgada, siempre con tacos y blusas floreadas, siempre con un libro o un periódico en su cartera. Pensé, se ha vuelto tan sofisticada y elegante, pero no le digo nada.

Su cabello roza el escote de su blusa y al caminar hacia mí los comensales me miran con envidia. Pide un jugo y además unas galletas chispeantes de chocolate. La última vez que la vi fue en esa misma cafetería un viernes de agosto, conversamos por casi tres horas de su reciente trabajo, de su cómoda soltería y de su próxima titulación. Era un ritual el café de los viernes con Camila. Nos pasábamos chismeando y mirándonos los labios, pero nunca hicimos nada.

Sabía que iban a pasar muchas semanas para volver a verla y le dije lo que ambos sabíamos hace mucho tiempo. Me miró en silencio por varios minutos y se acercó a mí. Al instante la veo regresar a su sitio y sonreírle a una chica parada al lado. Una inoportuna amiga del colegio la ha reconocido al entrar al café y se ha acercado a saludar. Camila me presenta y miento al decir que es un gusto conocerla. Se retira luego de hacerle algunas preguntas a las cuales ella responde con una cara de "a ti qué carajos te importa mi vida."

Regresamos a la conversación, me cuenta emocionada que ha obtenido una columna de entrevistas en el diario y que el próximo año empieza su postgrado, que en las fiestas viajará a Argentina a visitar a sus padres y hermanos, que terminó de pagar su auto nuevo y que ahora desea adoptar un gato, que no le gustan los perros porque ya ha tenido muchos en su vida. La felicito y le encargo saludos a sus padres y hermanos. Una familia muy unida y a la cual tuve el agrado de conocer cuando vivían en Lima.

¿Cómo rayos volvemos a la parte del beso?, me pregunto. Me pide un abrazo, nos volvemos a acercar y nos quedamos así. Mirándonos como dos adolescentes que se acaban de tirar la pera. "Si no fuera por mi trabajo, sabes que todo sería diferente, pero es mejor quererse bien que quererse a medias." Le beso la mejilla y me impregna su fragancia a coco en la cara. Está a punto de suceder. "Ay disculpen, vamos a cerrar chicos, esta es la cuenta", la camarera nos mira con miedo, sabe lo que acaba de hacer y se retira con culpa. Ya fue, pienso.

Se termina la cita, empezamos con la parte de los buenos deseos y promesas. Prometemos hacernos espacio en la agenda para reencontrarnos. Me dice que pesar de sus horarios complicados puede darse unas horas para vernos, platicar y bromear como siempre. Yo acepto. Salimos de la cafetería y la acompaño al paradero. "Este no, mejor el otro, aquí no paran". Caminamos abrazados viendo la avenida Pardo y los árboles haciendo sombra a la gente que pasa en bicicleta. "Ya no hay nadie que joda". Otra vez el silencio y los ojos señalándose. Su celular vibra, es su jefe, la quiere en el diario, tiene que irse. Para un taxi. "Bésame de una vez carajo". El taxista ahora lleva a dos adolescentes que desean que el día siguiente también sea viernes.
Una llamada me levantó a la medianoche de un jueves de marzo, era extraña la voz del otro lado del teléfono pero la reconocí instantáneamente, era Victoria, mi primera novia en la vida. Luego de que termináramos no volví a oír su voz hasta ese día, nos habíamos escrito cientos de correos pero no hubieron más llamadas. Tenía un mensaje que darme, estaba embarazada. Me quedé parado junto al teléfono, estático, congelado, tartamudeé unos minutos mi respuesta, le dije que me alegraba la noticia y la felicité con cientos de nudos en la garganta. Tenía dos meses. Fue una conversación breve, agregó que le sorprendía mi respuesta tan relajada y aliviada, hablamos unos minutos más y nos despedimos prometiéndonos llamarnos luego.

Victoria tenía 15 años cuando la conocí, estaba en cuarto de secundaria. Yo tenía 13 y estaba en segundo de secundaria. Era la hija de la secretaria del colegio. Una niña que acababa de guardar el vestido de quinceañera y aún se resistía a botar los peluches de su infancia. Era una delicadeza morena. Una Winnie Cooper color café. Policía escolar y además parte de la escolta. Su padre era un militar retirado que según las leyendas del barrio colocaba en el cinturón su arma de reglamento y salía a la puerta a recibir a los compañeros de su hija, los cuales nunca vieron a Victoria asomarse hasta cuarto año de secundaria. Los chicos del colegio y yo lo llamábamos 'Tío Limón'.

La última de tres hermanas y un hermano mayor con fama de celoso golpeador. No era para menos, tenía  hermanas que además de simpáticas eran muy inteligentes y ocupaban siempre los mejores lugares en el colegio. En las fiestas de aniversario se abría la oportunidad de entablar conversación con alguna de ellas, pero era en vano, nosotros éramos vistos como los vagos destacados del colegio y nada más. Estábamos muy lejos de al menos un intercambio de Hotmail.

El rey de los vagos, es decir, yo, tenía menos oportunidades. Mi pandilla de mozalbetes solos servía para reunirse a pichanguear y tomar a escondidas ron con Pepsi. Nos creíamos los "malotes" prendiendo un cigarrillo que ni siquiera podíamos terminar. Sin embargo, era inevitable no suspirar cuando pasaba Victoria. Pensaba, si alguien va a invitarla al cine seré yo. En esos tiempos, lo  máximo que podía pasarte era que la chica que te gustaba te acepte una salida al cine o a un centro comercial.

Lo único a mi favor eran mis destacadas notas en los cursos de letras. Yo huía de los números y ellos también de mí. Me inclinaba por Literatura Peruana o Lingüística. Leía mucho y, según ella, eso le llamó la atención. Un día la vi leyendo en el recreo 'Mi planta naranja lima' de José Mauro de Vasconcelos y estuve a punto de un desmayo amoroso. El patio era una competencia por saber quién hacía más ruido que el otro, pero ella no se inmutaba y pasaba las páginas como un director de orquesta moviendo suavemente su batuta.

No sé cómo rayos ese día a la salida tuve el valor de acercarme a ella y pedirle que me prestara el libro cuando lo haya terminado de leer. Respondió con una mirada extraña: "¿No lo has leído ya? Te vi devolverlo a la biblioteca por eso lo pedí." ¡Si serás de tonto, pensé! Quise enterrar mi cabeza en tierra como un avestruz y sacarla a fin de año. "Dan, si quieres invitarme a salir solo dilo."

Terminamos comiendo pizza y hablando de Zezé y su amigo imaginario Xururuca un sábado por la tarde. Comentando la nueva película de Batman y de su hermano, "el boxeador", que realmente era pura fachada esa imagen de ogro, que en el fondo era más suave y dulce que un algodón de azúcar. "Me hace recordar a ti, son el cuento al revés, en realidad son ovejas tiernitas vestidos de lobos renegones. Ya los conozco."

Victoria y su familia viajaron a Ecuador cuando estábamos a punto de cumplir un año de relación. Su padre y un socio habían decidido poner un negocio en el país vecino y toda la familia migró. No quisimos hacer una ceremonia de despedida. Optamos saltarnos los pucheros y caras tristes. Prometimos, ilusoriamente, esperarnos, aunque ambos sabíamos en el fondo que era un viaje que nos dividía. A los meses de su partida decidimos seguir nuestros caminos. La distancia y la rutina hicieron su trabajo. Ella apareció con un nuevo novio a los meses y lo mismo de mi lado. Nos saludábamos temporalmente para actualizarnos sobre sucesos importantes en la vida de cada uno y poco a poco los saludos mensuales se convirtieron en trimestrales hasta ese jueves de marzo.

"Dan, voy a viajar a Lima, quiero darles la noticia a mis abuelos personalmente." Llegó a Lima un viernes por la tarde, dos semanas luego de haberme dado la noticia. Sentía mis ojos brillar como diamante recién pulido y el corazón latir como si estuviera jugando la final del mundial. Un vestido repleto de margaritas y la misma sonrisa de Winnie Cooper me recibían con los brazos abiertos. Ese día aprendí que dividirse a veces no resulta tan mal, que tal vez esa división puede convertirse en una suma, y ella estaba sumando vida a este mundo, y eso nos hacía felices a todos.