Todo está cerrado en estos tiempos por eso Violeta y yo caminamos mucho. Nos conocimos en mayo, en plena cuarentena. A veces nos miramos con complicidad, no lo decimos pero lo pensamos: ¿quién se enamora en una pandemia? ¡Nosotros!, nos respondemos en silencio, como alzando la mano en plena clase. Los parques, los que aún cuentan con bancas y poco resguardo policial, se han vuelto nuestros puntos de encuentro. Siempre con los protocolos, incumpliendo el más importante, quizá: el metro de distancia.

Cuando la conocí solo llegué a ver sus ojos por encima de la mascarilla y supe que no había vuelta atrás. Hablamos de todo menos de la pandemia. Lo que parecía un escape del caos mundial terminó siendo un giro para mi vida de 360º. Ahora quiero ser chef y diseñador de interiores. Quiero que esta crisis se acabe e irme con ella a Colombia o a Buenos Aires, aunque pareciera que no tuviera cuando acabar, quisiera estar a su lado en todas las pandemias que vengan.

Violeta me cuenta de Ilo, de su infancia en el puerto y de su etapa en la universidad. Yo me quedo mirándola, hipnotizado de sus ojos y de la forma en que hace bailar sus lentes. Un día bajamos nuestras mascarillas y a la noche no dejé de poner su nombre en cualquier papel que se me cruzó. Me quedé pensando que de toda la música del mundo el sonido más sublime que había escuchado hasta ese momento era su risa.

El mundo colapsa y aunque pueda sonar al más irresponsable, cursi o patético, por primera vez en mi vida no me importa si es el fin, al lado de ella, todo está bien.