Ricardo me alcanzó la carta que había escrito para su padre dos días antes del tercer domingo de junio, me miró turbadamente y me pidió que la leyera. La tomé con reverencia e incluso mis ojos hicieron un gesto de cortesía al recorrido del papel hacia mis manos. Bebíamos una botella Croft Original Sherry, y luego de varios sorbos, empecé:

Buen día Josué.
Esto habrá llegado a ti cuando ya estés en tu destino, y lo estarás leyendo seguramente un día después de mi cumpleaños. No estuve el momento en que saliste de casa y tampoco fui a despedirte, la verdad es que no quería estar en ningún sitio, no quería verte con tu maleta mientras te perdías entre la multitud hacia el avión. Nadie en casa quería verte partir, ni mamá, ni mis hermanas, pero tú has tomado decisiones y nosotros las hemos respetado. 
Mala fecha para irte, mañana es tu día y será el primer domingo que no oiga tu voz por la mañana. Te voy a echar de menos. Estarás pensando que te guardo rencor y que te odio por tus acciones, pero te equivocas, en realidad es decepción, eres mi héroe convertido en villano. ¿Sabes cómo se siente eso? 
Ya no habrá oportunidad para rescates heroicos, ahora tengo en mente tu villanía y solo eso. No conozco al héroe de mi infancia, al que me enseñó a caminar, manejar en bicicleta, afeitarme sin hacerme daño y vestir elegante. Ese héroe ha cambiado de rubro, ya no es más el artista que moldeó a un niño hasta convertirlo en una obra de arte contemporánea, sino un escultor fracasado que se ha rendido y ha abandonado aquella obra dejándola inconclusa. 
Cuando leas esto espero que recuerdes algo de nuestros años maravillosos. Quizá venga a ti nuestros primeros toques de balón, nuestras primeras caídas de bici’ o nuestras primeras aventuras en la biblioteca de la casa. ¿Recuerdas la primera obra que leímos juntos? Tengo en mi memoria todo respecto ti, desde el perfume que emanaba del nudo de tu corbata Jacques cuando te dirigías a tu jornada laboral hasta la forma tan particular y sorpresiva de hacernos sonreír a mí y a mis hermanas en aquellas inolvidables tardes de verano. Todo se presenta delante de mí como una película en blanco y negro, no hay voces, no hay sonido. 
No sé qué será de tu vida allá y tampoco quisiera saberlo, no sé si te volveré a ver un día, tal vez te encuentre anciano y lento o tú me halles a mí con esposa e hijos; sin embargo, hoy, no eludiré las gracias por ser lo que fuiste conmigo, por los años que estuviste a mi lado y me defendiste, cuidaste y amaste. Gracias papá, viejo, calvito, por tus besos y regaños, por tu incondicionalidad y por ser mi amigo, por enseñarme a planchar mis camisas y afeitarme sin cortarme el rostro, por las clases intensivas de manejo en bicicleta y por las jugadas veloces con el balón que, luego de tantas goleadas, me lograron salir. 
Gracias Josué, por eso y por mucho más. Hasta siempre, cuídate y sé feliz, de tu hijo que te quiere y siempre te ha querido. 
Ricardo.

Al finalizar la lectura, Ricardo dirigió su mirada hacia la oscuridad que cubría la carta, aún en mis manos, y lloró mientras bebía el último sorbo de su vino favorito.

Siempre que ella se asomaba por la ventana y dejaba ver su espalda desnuda surgía en mí un éxtasis corporal que parecía infinito. Las cortinas que rozaban su torso y el cabello enredado bailando sobre sus hombros eran parte de un cuadro en aquella habitación. Arte que hubiera querido ver siempre al despertar desde la cabecera de mi cama, pero la luz entrando era señal de regreso a casa y de una despedida extensa en el umbral de su puerta.

La gran avenida a mis pies era el inicio del fin, lo paralelo al placer y a la vida. La llovizna, la neblina, la humedad y demás componentes que cortejan las mañanas invernales de Lima eran parte de una bienvenida aburrida al resto del día. La sensación de salida convertía el día en una fecha melancólica.

El viaje de regreso se componía principalmente de ella y sus ojos mirándome fijamente, luego se adherían a la exposición mental sus manos bondadosas, sus mejillas ruborizadas y sus labios rojos, todo eso formaba una aventura excitante al ras de un asiento. Seguía bajo los efectos de aquella droga sustancial y la culpable era ella, con su silueta natural y pasión desbordada, tan subliminal y provocativa. Me poseía hasta el final del recorrido y aun estando en mi trabajo seguía susurrando dentro en mi oído, exponiendo su arte y paseándome por todo el lugar. Yo deambulaba sumiso y perdido.

Antes de la medianoche, la recordé, la olvidé, volví a pensar, prendí un cigarrillo, creí verla en el humo, sonaba Halfway de Leda, terminó, la coreé, cogí el móvil, pensé en llamarla, apagué, maldije, me fui, caminé sin rumbo, sentí frío, regresé a casa, intenté volver llamarla, me frustré, vino su imagen, resistí levantarme, escribí, no me detuve, borré, recordé sus vestidos, llegó lo infernal, acepté, negué, releí textos de Tolkien, sonreí y lloré. A otro día, estaba otra vez triste, echando de menos aquel cuadro y a su protagonista.

El deseo de decir el título de este post en las peores situaciones es una significativa señal de vitalismo y ansias de superación a los infortunios sorpresivos de la vida, sin embargo, cuando la derrota asoma a nuestra travesía y empuja, estorba y hasta golpea, surgen preguntas que te confrontan con esa realidad severa e imposible de eludir, por ejemplo: ¿Es realmente el miedo a la derrota, al fracaso, lo que provoca la asunción de la misma por nuestra parte?

Sintiéndome levemente derrotado (durante estos días) pienso que ahí surge la diferencia entre el hombre vital y el hombre derrotado o, quizá, sea una cuestión de juego de palabras. El sentirse derrotado es a la vez un plus de superación, mejor aún si no hemos tocado fondo pues haremos lo necesario para no llegar a él, por otro lado, el miedo a la derrota alimenta el caos y nos disuelve de la realidad, entramos en desesperación y somos canalizados a confusiones innecesarias que nos tomarían días en fundir.

El peso de la derrota quizá nos acerca más a la losa, a una vida realista, nos hace ver el antes y el después de nuestro presente y nos lleva a tomar decisiones que serán consecuentes a nuestra situación, por el contrario, lo liviano y monótono nos arrebata lo auténtico y nos marca una distancia de lo palpable, nos convierte en un círculo vicioso de mediocridad maquillada y a su vez nos vuelve insignificantes.

Derrotado pero optimista me siento al ras de la realidad estas semanas, es una grata sensación, aunque a veces incierta, pero eso equilibra mi derrotismo con mi vitalismo, aun cuando los golpes en la boca me obstaculicen decir: todo está bien.