08:02 a.m.

Sigues escribiendo igual, brutalmente dulce; yo sigo haciéndolo para no sentirme solo pero igual sigo llorando por las noches. Intenté con whisky barato y marihuana. Intenté con toda la cartelera de Netflix y libros que nunca terminé. Intenté con un taller de improvisación y un curso de creatividad. Aún no puedo, aún no quiero.

Si hubiera sabido que no te volvería a ver
quizá nunca habría tomado ese vuelo.

Pero un día metí la computadora a la mochila
y crucé un país para verte bailar
entre ovejas y riachuelos,
para hacer realidad esas caminatas
y pagar las chelas pendientes.

Te vi aparecer desde una calle de la plaza
y olvidé la maldad del mundo,
me dejé arropar en tu exilio voluntario,
en tus historias de aventuras lejos de la ciudad
junto a calientitos y juegos de mesa.

Me diste asilo y no supe que necesitaba sentirme así
hasta el día que decidiste hacer tu propio vuelo.
Las cartas que escribí antes de que te casaras
las dejé olvidadas en Lima
junto a las tazas de café
que dejamos en la cocina.

Junto a la bronca,
y los manteles de la casa,
junto a los sueños que ahora
se secan frente al sol.
Me desbloqueo. Con tu voz en mi oído, café y un abrazo. Con tus manos rodeando mi cabeza. El brainstorming es un juego de niños a tu lado. Cuelgo el marketing, la publicidad, las tareas, y vuelvo a pasar por tu casa, a robarte títulos y frases para mis escritos.

Las ideas se suben al taxi y me has dejado tu gel de manos en las yemas de mis dedos para que te recuerde, para no olvidar que hoy te vi y me he puesto a escribir. Para tener presente que mis bloqueos creativos desaparecen si te veo.
Me he memorizado un mayo,
mi reloj marcando las 7:00 a.m.
y nuestro primer saludo.

Un color, el azul
un plato, el ceviche
una fruta, el durazno
una alergia, al polvo.

Me he memorizado
tus dosis exacta de Kitadol
y que no toleras la lactosa.

Que amas hacer maletas
subirte a aviones
e irte lejos
en búsqueda de los
más bellos atardeceres.

Me he memorizado
que tu sonrisa le hace
bien a mi vida.

Que tu risa
le hace bien al mundo.

Todo está cerrado en estos tiempos por eso Violeta y yo caminamos mucho. Nos conocimos en mayo, en plena cuarentena. A veces nos miramos con complicidad, no lo decimos pero lo pensamos: ¿quién se enamora en una pandemia? ¡Nosotros!, nos respondemos en silencio, como alzando la mano en plena clase. Los parques, los que aún cuentan con bancas y poco resguardo policial, se han vuelto nuestros puntos de encuentro. Siempre con los protocolos, incumpliendo el más importante, quizá: el metro de distancia.

Cuando la conocí solo llegué a ver sus ojos por encima de la mascarilla y supe que no había vuelta atrás. Hablamos de todo menos de la pandemia. Lo que parecía un escape del caos mundial terminó siendo un giro para mi vida de 360º. Ahora quiero ser chef y diseñador de interiores. Quiero que esta crisis se acabe e irme con ella a Colombia o a Buenos Aires, aunque pareciera que no tuviera cuando acabar, quisiera estar a su lado en todas las pandemias que vengan.

Violeta me cuenta de Ilo, de su infancia en el puerto y de su etapa en la universidad. Yo me quedo mirándola, hipnotizado de sus ojos y de la forma en que hace bailar sus lentes. Un día bajamos nuestras mascarillas y a la noche no dejé de poner su nombre en cualquier papel que se me cruzó. Me quedé pensando que de toda la música del mundo el sonido más sublime que había escuchado hasta ese momento era su risa.

El mundo colapsa y aunque pueda sonar al más irresponsable, cursi o patético, por primera vez en mi vida no me importa si es el fin, al lado de ella, todo está bien.

Te escribo porque por alguna razón para ti siempre hay palabras, así ni recuerdes ya mi último peinado. Siempre que me enfrento a una hoja en blanco apareces tú. Eres mi recurso literario desde que te has ido. Cómo es posible ¿no? Luego de tantos años resulta hasta patético pero no puedo explicarlo. Hasta el día de hoy le he colocado algunos títulos pero ninguno creo hacen honor a la verdad. Nunca faltan las perfectas oraciones y los pucheros con insomnio. A veces creo que es la bronca por no saber de ti, por no tener la magna suerte de cruzarme contigo por la calle, y Lima es tan pequeña comparada con otras ciudades. Pero por alguna razón ni siquiera veo tu espalda en alguna fila del Metropolitano o del Corredor. Pareciera que estratégicamente te has borrado de mi mapa.

Por cientos de razones, espero que sigas así.
Hace 6 años intento ordenarlo
todo en mi cabeza.

Al menos que todo encaje
que los días engranen
que la vida no pese mucho
y adaptarme a un mundo
que no entiendo.

Hace 6 años
que tu cerquillo
sigue haciéndome cosquillas
al hipocampo.

Que me bebo los días
las semanas
y los meses.

Que no me siento igual
y para serte sincero
ya perdí la esperanzas
de volverme a sentir así.

Ahora solo sigo el plan,
¿tú también?


Vuelvo a estar limpio
ya no tengo dibujos 
ni tampoco cicatrices

Yo no puedo
ir tras de ti
pero esta tinta
te va a hallar.
Hay que tener cuidado con la frase "todo puede pasar" porque puede que un día se cumpla. Y si eres medio despistado o haces todo al revés, peor aún, debes de tomar precauciones o estar alerta a sucesos inesperados.

Eliana y yo nos hicimos amigos hace poco, es productora y nos llevamos bastante bien desde el primer día que nos conocimos. Un viernes salí tarde de una reunión por su departamento y le escribí para huevear un rato y tomarnos unas chelas. Eliana recién se había mudado a una residencial en La Molina en donde todos los edificios y las puertas de las casas son iguales.

Llegué 10:00 p.m. a la residencial, Eliana esperaba en un parque a unas cuadras, habían perros jugando de un extremo a otro y pequeños jardines a los lados. Nos sentamos en una banca a tomarnos las latas y a hablar un montón hasta que Eli empezó a temblar de frío y sugirió que vayamos a su casa. Le dije que no había problema. No quería rollos con sus roomies así que mi entrada debía ser solapada.

"Tienes que entrar bien caleta".

Muy mala idea. Eliana y yo entramos por la puerta trasera. Me dice que subirá a ver que no haya nadie en la sala y enviará un mensaje. La espero al lado de una virgen con dos six pack en una bolsa. El plan es que deje abierta la puerta del edificio, entre, suba al quinto piso y me encuentre con ella. "¿Qué edificio es?", "D". Por alguna etílica razón, escribió (o leí) B.

El edificio B tenía la puerta abierta, lastimosamente. Subo al quinto piso pero no está ella. "¡Pavo, te dije D", "Ya voy", le respondo por WhatsApp. Voy bajando las escaleras rápidamente, temiendo extrañamente que un vecino cierre la puerta del D. Ando por el piso 2 cuando la bolsa con las latas explota, caen haciendo un ruido de concierto de rock, chocan con las puertas de un par de departamentos y ruedan por las escaleras. Una puerta se abre, luego otra, una luz se enciende en el edificio del frente, se oyen perros ladrar; es un show.

"¿Quién es usted?"

Sale un hombre muy gordo con una pijama de los Backyardigans. "¿Por qué quiere entrar a mi casa?". "No, mil disculpas, me he equivocado de edificio, vengo a ver a una amiga en el D". Una mujer se asoma a la puerta, imagino que es su esposa, bajita y gordita, con una pijama azul. Yo imaginaba que eran la Familia Peluche y me aguantaba la risa. "¿Cómo has entrado aquí ?¡Encima estás borracho y con cerveza! ¡Llama al seguridad al toque!".

Mientras recogía todas las latas que podía le explicaba nuevamente que me había equivocado de edificio y que mi amiga me esperaba en el D. Para la esposa no tenía chance mi historia, era un delincuente que había entrado a propiedad privada para adueñarme de lo ajeno y que para sinvergüenza robaba cheleando. Vino el de seguridad, luego otro vecino y una vecina más.

"Hay que llamar al serenazgo", dijo un vecino. Les dije que estaban exagerando, que me equivoqué de edificio, que solo había tomado dos latas pero no estaba ebrio, contento sí, pero nada más. Repetía que mi amiga me estaba esperando. "Vamos con tu amiga entonces pues, a ver si es verdad", dijo la esposa de la pijama azul. Eliana me esperaba en la puerta de su departamento, yo subía acompañado del seguridad, la esposa gordita y el esposo con pijama de los Backyardigans.

"Señorita, hemos venido a corroborar que el chico es su amigo, estaba en nuestro edificio". Eliana les explica lo sucedido, que realmente soy su amigo y no un ratero borrachín. Salen sus roomies asustadas por las voces en la puerta. Todos nos miramos. Llevo la cara debajo de mis zapatos. En ese momento quiero desaparecer, incluidas las latas que congelan mis brazos.

"Todo aclarado entonces señorita, disculpe pero teníamos que verificar". Se van, Eliana y yo entramos al departamento, me presenta a sus roomies y les dice que estaremos en su cuarto. Nos da un ataque de risa luego de cerrar la puerta, me mira y dice: "Qué entradita la tuya".
Paola Castillo (29 años)

Cuando decidí dejar de verlo, la imagen del hombre de mi vida desapareció con él. El humano sonriente, cuerdo, juicioso, se rompió con el pasar de las semanas. Era difícil pensar que el tipo que dormía a mi lado se perdía en un remolino destructivo mientras yo solo podía hacer una cosa: huir.

Al principio siempre negué que tuviera una adicción. Nunca lo había visto consumiendo alguna droga, ni siquiera fumando hierba. Cuando estás enamorada a veces lo evidente se vuelve invisible. Empecé a leer más sobre el tema cuando iniciaron cuadros que eran nuevos para mí. Sus ojos airados, la sudoración excesiva, los escalofríos, el baile esquizofrénico de las manos. "Quédate quieto carajo", explotaba en su auto.

Un día cenando con mi madre entró una llamada, le anunciaban que el hombre de su vida había fallecido. Fue cáncer. Tomó un avión a las tres horas y viajó a despedirse, según él era lo mínimo que podía hacer. No pude acompañarlo por urgencias en el trabajo. Fue por tres días y a los nueve seguía allá, en WhatsApp repetía que todo iba a pasar, que "la muerte es así."

La última llamada fue una avalancha de autoculpa y reproches. Que si hubiera dado más dinero, si lo hubieran cuidado mejor o si lo hubiesen traído a Lima, no se detenía. El llanto ahogado y los sonidos nasales acompañaron la hora y media de comunicación. Acordamos vernos en Lima. Tardó cinco días más en llegar. Días es lo que no supe de él y asumí guardaba luto. Que quería su espacio.

Don Carlo fue velado con bombos y platillos. El abogado del pueblo, como lo llamaban, había librado a muchos de purgar una condena. La fórmula era un secreto a voces. Hubo mucha gente, según las fotos que recibí. Mi novio se mantuvo alejado de ese mundo. Dedicado a la gestión pública no quiso saber más de lo que hacía su padre y alargó su estadía en la capital al terminar su carrera. Lo visitaba regularmente o él viajaba para allá en los feriados o vacaciones.

En el velorio muchos amigos de su infancia asomaron, con penas y también viejas costumbres. A los 23 años dejó de consumirla, un año antes de acabar la carrera. Después la había visto pasar frente a él y su postura siempre fue firme: "No, gracias, estoy bien." Pero esa noche se apuntó un arma a la cabeza. Jaló el gatillo. Lo hizo una noche. Dos noches. Una semana. Renunció a su vida estable y tranquila. La tiró al tacho.

No volvió, nunca volvió. El novio que regresó era otro. Uno al cual empecé a temer con el pasar de los días y las semanas. El tono de su voz, su semblante, sus ganas de comerse al mundo, todo cambió. En algún momento pensé que iba a reaccionar, que iba a sacudirse de todo e iba actuar como el tipo centrado que conocí. Estiré mi mano muchas veces, pero no estaba para algo así. Decidí salvarme. Antes de su cumpleaños 31 y 3 años de relación, me fui.

Conseguí un trabajo en provincia y desaparecí del mapa. Luego de sus incontables llamadas también decidí cambiar de número. Dos meses después no habían rastros. Tenía curiosidad por saber qué había sido de él pero no volví atrás. Pasó a ser un completo desconocido.

Hace poco vine a Lima a visitar a mis padres y una noche luego de una cena con amigas, mi taxi pasó por su departamento, pensé que vería luces prendidas o personas en el balcón. No había nadie, solo un enorme cartel de "Se vende" en el frontis.