Viaje en su arte

Siempre que ella se asomaba por la ventana y dejaba ver su espalda desnuda surgía en mí un éxtasis corporal que parecía infinito. Las cortinas que rozaban su torso y el cabello enredado bailando sobre sus hombros eran parte de un cuadro en aquella habitación. Arte que hubiera querido ver siempre al despertar desde la cabecera de mi cama, pero la luz entrando era señal de regreso a casa y de una despedida extensa en el umbral de su puerta.

La gran avenida a mis pies era el inicio del fin, lo paralelo al placer y a la vida. La llovizna, la neblina, la humedad y demás componentes que cortejan las mañanas invernales de Lima eran parte de una bienvenida aburrida al resto del día. La sensación de salida convertía el día en una fecha melancólica.

El viaje de regreso se componía principalmente de ella y sus ojos mirándome fijamente, luego se adherían a la exposición mental sus manos bondadosas, sus mejillas ruborizadas y sus labios rojos, todo eso formaba una aventura excitante al ras de un asiento. Seguía bajo los efectos de aquella droga sustancial y la culpable era ella, con su silueta natural y pasión desbordada, tan subliminal y provocativa. Me poseía hasta el final del recorrido y aun estando en mi trabajo seguía susurrando dentro en mi oído, exponiendo su arte y paseándome por todo el lugar. Yo deambulaba sumiso y perdido.

Antes de la medianoche, la recordé, la olvidé, volví a pensar, prendí un cigarrillo, creí verla en el humo, sonaba Halfway de Leda, terminó, la coreé, cogí el móvil, pensé en llamarla, apagué, maldije, me fui, caminé sin rumbo, sentí frío, regresé a casa, intenté volver llamarla, me frustré, vino su imagen, resistí levantarme, escribí, no me detuve, borré, recordé sus vestidos, llegó lo infernal, acepté, negué, releí textos de Tolkien, sonreí y lloré. A otro día, estaba otra vez triste, echando de menos aquel cuadro y a su protagonista.

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