Los perros de la plaza

A Consuelo

en los meses de algún verano que estuve viviendo en cartavio, luego que mi madre se cansara de verme en casa holgazaneando antes de las clases, conocí una plaza hermosa frente a la casa en donde vivía con mis abuelos. era una plaza mediana con árboles enormes y bancas de cemento que siempre al mediodía quemaban. una imagen de la virgen de la puerta en el centro de la plaza, patrona de la ciudad, acompañada habitualmente de flores que doña dina cambiaba interdiario. eran días divertidos, de hueveo, pichangas y jodas a los vecinos.

desde los viernes hasta los domingos la plaza se llenaba de cartavinos, en su mayoría personas de edad, que se juntaban a comentar las noticias de la semana, algún chisme del barrio o suceso que pasó en la ciudad o en la fábrica de azúcar. la mayoría, acompañado de sus perros. por lo general eran schnauzer o labradores, pero afuera de la plaza estaban ellos. los callejeros. los perros del pueblo. los que rompían bolsas y olfateaban en los tachos municipales. esos que mendigaban afuera de los bares o restaurantes un poco de comida. los mismos que se hacían tu amigo si tenías algo comestible en las manos.

me agradaba la plaza cuando todos se iban y solo quedaban ellos. la abuela me mandaba a comprar algunas cosas al mercado y al pasar por la plaza siempre me seguía uno. le decían lucho. era mi escolta en el recorrido de ida y vuelta, y siempre conseguía que le diera una o dos tostadas del lonche de la abuela, a la cual mentía diciéndole que me comí un par en el camino. lucho se volvió mi pata, siempre rondaba afuera de la casa de la abuela, esperando algún hueso o alguna porción de arroz del día. a veces me acompañaba a las pichangas y esperaba atrás del arco y corría detrás de la pelota cuando esta se iba. menos mal nunca nos reventó una. ¡lucho, lucho, luchiiiito! y aparecía con la cola loca y la lengua afuera, poniendo sus patas en mi pantalón y ladrando contento. lucho nunca se olvidaba de visitar la plaza a pesar de siempre estar por la casa de la abuela. era un perro organizado y recordaba a su mancha perruna que siempre la esperaba por las tardes. lo veía volver ya en la noche y se tiraba a mis pies mientras escribía en la libreta. ¿ha sido un buen día, eh lucho? parecía acentuar con el hocico lleno de pan mojado.

los fines de semana venía panchito. era un can audaz. patas cortas y orejas largas. le gustaba olfatear a los borrachos de las bancas, y si tenían el emoliente o el pan recién comprados, se los llevaba corriendo hasta una esquina. desde ahí miraba si se levantaba la víctima o no. luego, con descaro total, se ponía al lado del borracho y le hacía cariño en las manos. era la culpabilidad del robo matutino. si veías a un borracho y tenía un perro a su lado, ese era panchito. al parecer le gustaba el olor de ron con pepsi o cerveza. un día vi a panchito a mi lado mientras estaba sentado en una banca de la plaza, lamiendo un líquido de una botella en mis manos. al rato puso su cara en mis piernas y empezó a ladrar desafinado. fue una resaca canina compartida.

algunos días veía a un par inseparable, les puse chirigoto y chirigote, dos perros con rasgos de labrador, siempre con algo de barro en las patas. eran medios devotos de la virgen de la puerta. siempre se ponían al lado de la efigie en el centro de la plaza, y no se movían hasta alguna señal de comida a los alrededores. se llevaban bien con los demás perros y le hacían la guardia a doña dina cuando cambiaba las flores. sorpresivamente, les caía comida. como de milagro.

habitaba también por los alrededores, el chato, llegaba en la tarde, a tomarse una siesta bajo el sol. era el engreído de las doñas del mercado que tenían sus puestos de menús. ponía su cara de perro bueno y se convertía en el amo de las sobras. tenía un temperamento de aquellos. no se llevaba bien con lucho, ni con don panchito, porque se unían para quitarle la comida de las doñas. un día el chato se achoró y les hizo frente. hubo tremendo escándalo en el mercado que a la semana pusieron un cartel que prohibía el ingreso de perros al mercado. toda la mancha canina anduvo rondando por ahí, lamentándose por la nueva norma. no volví a ver al chato otra vez por la plaza.

llegaba febrero y con ellos los carnavales. era habitual ver perros mojados andando por ahí. sacudiéndose en los jardines. jugando con los niños del pueblo. ladrando a los heladeros. desparramados en alguna vereda entregados al atardecer y al olor de la caña de azúcar. yo me sumaba a la vagancia de verano y luchito también. tirados en la alameda comiendo chupetes y leyendo a turguénev. desde lima llamaban: ya es hora de volver, dante. la capital significaba en ese momento: aburrimiento, útiles escolares y una casa sin perros (y es que a doña marucha no le agradaban los pelos), es decir, regresar a lima, era mi ascenso al calvario.

el día que regresé, mientras esperaba en el bus, vi a mis abuelos despidiéndome en el terminal y al lado, a mis queridos amigos luchito y panchito, con unas caras que decían: baja, dan, vamos a pelotear con los del otro barrio, esta vez les ganaremos, apura. les hacía adiós con las manos a los abuelos y a la comitiva perruna que me despedía. ellos corrían tras el bus ladrando fuerte y aullando. yo quería bajarme y quedarme con ellos, todo el verano, todo el invierno, todo el año. comiendo cremoladas y escribiendo, tirado al sol, como un perro en la plaza.

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