A pesar de papá

Hoy amaneció triste. Debo quererte, pero no puedo.

Aquel sábado, un día antes del tercer domingo de junio, no quise presenciar la despedida de mi padre en el aeropuerto. Inventé una excusa a mi madre para no estar presente en ese momento. Me parecía inconcebible la idea de despedir con llanto y dolor a un esposo que escapaba de su hogar por, según él, haber encontrado el “verdadero amor” en otras tierras. Vendió su auto, sus ternos los repartió entre algunos amigos, dejó algunas camisas en mi cama y envió con mamá un recado a su único hijo. Era un mensaje mediocre justo a tres días de mi cumpleaños el cual arrojé al tacho.

El día siguiente el silencio se apoderó de la casa, aquel lugar paternal estaba vacío, sabíamos, mis hermanas, mi madre y yo que no iba a regresar. Los domingos (Día del Padre) en que me levantaba temprano y corría hacia su cama con un regalo entre mis manos ya no iban a volver. Era en vano reírse o sonreír. Yo estaba decidido a olvidar su cariño y su imagen amical durante tantos años. En la noche de aquel domingo lloré con coraje, me quedé triste y perdido durante horas y días. Mamá se acercaba por las noches a mi habitación y me recostaba en sus piernas, me acariciaba el cabello y me decía que todo iba a estar bien, que es bueno volver a empezar y que debía tener fuerzas. Llorábamos juntos y me apagaba la lámpara antes de dormir. Nunca me había sentido tan débil y con tantas preguntas en mi cabeza.

Ha pasado casi un año desde aquel domingo y puedo decir valerosamente que he y hemos sobrevivido a su partida y a su ausencia. Hay días en que lo culpo directamente de algunas desgracias sentimentales que me pasan, de ser la razón por la cual un hombre no puede querer como antes, de que sea el culpable directo de mi inestabilidad emocional. He aprendido a llevar los problemas míos, los de mis hermanas y los de mi madre hacia el precipicio del olvido y he podido pescar soluciones salomónicas para el bienestar de la familia. Sigo siendo el mismo loco de siempre, solo que ahora soy más ordenado.

Me he quedado con lo que aprendí de él. He guardado los mejores momentos a su lado porque me parece justo conservarlos y no dedicar mis fuerzas a odiarlo por completo. El odio no hace mas que carcomer el alma con días terribles en donde solo puede estar uno, no hay cabida para nadie más. El odio y tú, solo ambos. Vivir así es vivir una vida desgraciada y maldita, opción que he descartado totalmente. Prefiero evocar con nostalgia pacífica nuestros viajes, nuestras conversaciones y nuestras bromas, aquellos seudónimos que nos poníamos con gracia el uno al otro en aquellos días que hubiera querido no acabasen.

Mi padre es un zorro de arriba y de abajo, pero también de izquierda y derecha. Un hombre inteligente pero débil a los encantos femeniles, tal vez esa debilidad lo ha llevado a donde está en la actualidad, lejos de su familia, de su madre y de su gente. Un hombre no es exitoso cuando elimina sus debilidades, lo es cuando aprende a desarrollar con estabilidad sus fortalezas. Junto a él aprendí a ser paciente, a ser directo y no hacerme malos rollos con asuntos sin sentido, a ser cínico en su debido momento y a aguantar los golpes aun cuando vengan de lado menos esperado. Los zorros matan por emoción y se alimentan de cualquier unidad para sobrevivir, entierran su comida para cuando tengan hambre y se adaptan a diferentes tipos de clima. Eso también aprendí de mi padre-zorro.

Durante estos meses me había costado hacerlo, pero al final he llegado a aprender lo que es perdonarlo y quererlo. Sé que algún día volveré a ver a mi padre, quizá en unos años o en unos meses, y hasta ahora no sé qué podría decirle. ¿Hola, cómo estás?, ¿Te extrañé?, ¿Qué ha sido de tu vida? Sigo pensando en ese saludo. No obstante, de algo estoy completamente seguro, que después de haber platicado y habernos actualizado en la línea del tiempo lo abrazaré fuerte y le diré al oído: “Nunca voy a querer a ningún hombre como te quiero a ti papá.”

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