Adiós sobriedad

Y al final lo único que recuerdas de ella,
es esa sonrisa al lado de tu almohada por las mañanas, 
acompañando el ruido del televisor
con un frío que se escabulle entre tus pies.

Cuando se va, la ves por toda la casa,
como si pasara recogiendo el tiempo
que ahora piensa que perdió,
como si evadiera toda responsabilidad de tu presente.

Y tú te quedas parado en medio de la sala,
con tus vinilos y los libros que compraron juntos,
te quedas con su valentía estrellada contra las paredes,
y ahora todo empieza a desvanecerse frente a ti.

Extrañas las discusiones por la cena de los viernes,
los días de cine e hibernación en el sillón,
las vuelta al mundo en bicicleta,
las borracheras con discos setenteros.

Todo eso se vuelve un cúmulo de cosas en tu cerebro,
una montaña de mucosidad junto a ron y Pepsi,
un laberinto autodestructivo que nadie entiende,
se abre una etapa en donde solo existes tú y nadie más.

Eres consciente que no va a volver,
que no importa cuantas cartas le escribas,
ahora eres un simple viajero hacia el spam,
y sin retorno, pero lo peor, sin oportunidades.

Observando esa realidad lo mejor sería rendirte,
pero prevalece tu orgullo, o algo más tonto,
tu terquedad masculina y vuelves a acercarte,
y confirmas lo que intuías iba a resultar peor.

Vuelves a visitar esos lugares,
esas esquinas o esos parques,
cometes los mismos pecados,
y el círculo vicioso parece nunca acabar.

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